sábado, 20 de marzo de 2010

Elogio de la lentitud

Defender la lentitud en estos tiempos que corren (y nunca mejor dicho) es arriesgarse a ser arrollado por quienes circulan a toda velocidad.
La lentitud no goza de buena fama. No hay más que oír a esos conductores apresurados que, a poco que te demores, te escupen a la cara una sarta de improperios contra la pachorra y la tardanza, como si transitar despacio fuera uno de los peores delitos que alguien pudiera cometer.
Hasta en el diccionario de la Real Academia se define lo lento, en segunda acepción, como poco vigoroso y eficaz.
Uno se pregunta por qué algo lento tiene que ser ineficaz. Debería ser todo lo contrario. Nadie quiere ir al médico y ser atendido de manera acelerada. Por eso los médicos de familia reclaman, con razón y en beneficio de todos, disponer al menos de diez minutos por paciente. Esta exigencia es de sentido común, pero ya se sabe que el sentido común es el menos común de los sentidos.
Vamos jadeando a todas partes, con la lengua fuera. La prisa manda.
Demasiados empleados oyen decir todos los días a sus jefes: "Quiero esto para ayer." Los jefes, en un porcentaje alarmante, no son los que saben mandar, prever, organizar, distribuir el trabajo, sino los que meten prisa. No resuelven, agobian.
Desde muy pequeños, los niños ingieren, con sus alimentos, el zumo de la precipitación. Corre, acelera, no te demores, son frases con las que los padres suelen atosigar a sus hijos todos los días antes, durante y después de las comidas.
Cada vez son más las personas que se parecen al Conejo Blanco con el que se encontró Alicia en su viaje al País de las Maravillas. "Tengo mucha prisa, tengo mucha prisa", anuncian como el conejo mirando el reloj a cuantos se topan con ellos en cualquier momento y lugar. Pero, ¿a dónde van? ¿Son más eficaces? ¿Son más dichosos? ¿Son de fiar los que padecen el síndrome constante de la urgencia?
Borges, en un poema memorable sobre alguien al que acaba de abandonar su amor, escribe: "Ya no es mágico el mundo./ Te han dejado./ Ya no pasearás por los lentos jardines".
El amor que ralentiza los jardines es, por supuesto, lento.
José Antonio Marina, en su Laberinto sentimental, nos advierte: "La prisa se opone a la ternura. No hay ternura apresurada". Y añade para aviso de navegantes: "La prisa está unida a la violencia. El apresurado lo quiere todo ahora, y la violencia es el camino más corto. ¿Para que guardar las formas que siempre son lentas?"
Si el apresuramiento nos lo permitiera, comprobaríamos que lo mejor de la vida es bueno cuando es lento: gozar del amor, de una conversación, de la amistad, de una buena comida; deleitarse aprendiendo, reflexionando, razonando, investigando, leyendo...son placeres que casan mal con la precipitación, el apuro, el aprieto.
La lentitud que aquí se revindica no es la de la indolencia, la pereza o la apatía, sino la que conduce a la calma, al sosiego, a la tranquilidad, a la suavidad. La que se toma su tiempo. La que sabe escuchar. La que proyecta y organiza para resolver sin agobiar. La que no exige ansiosa el cumplimiento urgente del deseo. La que sabe esperar.
En vez de a los apresurados, preferimos a los diligentes, que ponen cuidado y atención en resolver lo que nos atañe.
Para tratar de atemperar mi tendencia a padecer el síndrome de la prisa, llevo siempre prendidos en la memoria unos versos de Ángel González que dicen:
Si voy deprisa el río se apresura.
Si voy despacio, el agua se remansa
Elogiar la lentitud es, en suma, elogiar a quienes, con paciencia, nos remansan, cada día, los precipitados ríos de la vida.