martes, 3 de junio de 2014

PARTICIPACIÓN


¿Adónde se fue la participación ciudadana?
Paco Abril
(Artículo publicado en diario La Nueva España el 18 de mayo de 2011)
Las campañas electorales ponen en marcha una compleja maquinaria de solicitud de voto, saturado de promesas hasta el empalago, pero ni una de esas buenas palabras se referirá a la ampliación de la democracia con una mayor participación ciudadana, como si nuestro sistema fuese algo fijado para siempre y los ciudadanos ya intervinieran lo suficiente en la cosa pública.
Bastante antes de la instauración de la democracia en España, quienes se consideraban demócratas, se movilizaban en contra del autoritarismo del régimen franquista impulsados, no sólo por el afán de derrocar la dictadura, sino para conseguir el bien soñado de participar en la vida pública, en la que todos tendrían algo que decir. Si la democracia era la música del himno que estaba por encima de los himnos de todos los partidos, la participación era su letra, el único estandarte unificador. No había nadie que se preciara de demócrata y no exigiera la intervención ciudadana. Esa imprescindible participación eran los pulmones de la democracia, sin ellos ésta no podría respirar.
Para el totalitarismo, participar significaba asentir y aplaudir; para la idea que se tenía de democracia, suponía entrar a formar parte activa de las decisiones políticas, poder decidir y que esas decisiones fueran tomadas en cuenta. Y poder decidir no en lo superfluo, sino en lo esencial, esto es,  en los asuntos que nos atañen a cuantos vivimos en la polis, en la ciudad de todos. Y poder hacerlo de una manera lo más directa posible, sin tener que superar todo tipo de laberínticos obstáculos y cortapisas para ejercer ese derecho.
Y esa capacidad de intervenir se extendería a todas las instituciones, desde las vecinales a las asociaciones de padres y madres, desde las locales y regionales a las estatales.
Sólo los ingenuos, ahora desilusionados, pensaban que la democracia, una vez instaurada, sería portadora de todos los bienes, como si fuera generadora en sí misma de una lluvia de felices dones otorgados por un dios benévolo y, allí donde cayera, todo se convertiría en dicha celestial.
Quienes sabían que la democracia no se instauraba de una vez por todas, sino que se construía día a día, la imaginaban de cristal, transparente y frágil. La transparencia evitaría los abusos, la fragilidad alentaría los esfuerzos para evitar que se quebrara. Y para prevenir que el delicado cristal se rompiera, sólo había una manera: aprender a manejarlo, o lo que es lo mismo, aprender a participar en las decisiones públicas, en las decisiones políticas que a todos nos atañen.
 La participación resultó, sin embargo, ser un concepto evanescente. Nunca se hablaba de cómo se concretaría una vez metidos de lleno en una convivencia dominada por los partidos políticos. Y ocurrió que, al introducirla en el centrifugado de la democracia, y después del prelavado y del lavado en el agua caliente de la transición, las propuestas de participación menguaron de manera alarmante.
Los que se acuerdan de la letra del himno, se preguntan: ¿Participar es introducir una papeleta en una urna cada vez que hay elecciones? ¿Es escuchar en las emisoras de radio y televisión los repetitivos y tediosos debates de siempre los mismos, que nada más que abren la boca ya sabemos a qué collar están atados? ¿Es decir lo que nos venga en gana en internet  amparados en el valiente anonimato? ¿Es opinar en una encuesta telefónica sobre las bondades o maldades de quienes nos gobiernan? ¿Es poder expresar a gritos en cualquier lugar público lo que nos salga de las vísceras? ¿Es remar a contracorriente por los estrechos canales de intervención en lo público que ha fabricado el entramado político? ¿Es asistir a los grandes espectáculos que nos preparan los gurús democráticos? ¿Es seguir los dictados de los expertos que nos instruyen en lo que tenemos que leer, lo que tenemos que disfrutar, lo que tenemos que comer, lo que tenemos que vestir, lo que tenemos que ver y lo que tenemos que pensar?
Antes de que se hubiera podido constituir la participación como un engranaje sólido de intervención del público en lo público, los mismos partidos políticos, que funcionan –hay  que subrayarlo– con escasa democracia interna, empezaron a poner reiteradas objeciones a su aplicación. Es curioso constatar que esos reparos se parecían demasiado a los que la dictadura esgrimía contra la democracia. Y poco a poco, las críticas contra la participación ciudadana fuera de los partidos, mostraron tal pretensión como algo muy poco deseable. Y así, quienes la rechazan, argumentan que los ciudadanos no quieren meterse en líos, porque sólo buscan su bienestar particular. Y constatan, reforzando su tesis con «rigurosos sondeos», que existe una enorme apatía ciudadana. Lo que no nos dicen es que una gran mayoría de personas ven inútil emprender ningún esfuerzo porque piensan que todo está urdido y manipulado de antemano siempre por los mismos. La ignorancia de la gente es otro argumento contra la posible participación. Lo que tampoco dicen quienes defienden este argumento es que la ignorancia es el mejor abono para desarrollar cualquier dominación. Otra objeción de los que niegan la participación ciudadana, es que esta provocaría todo tipo de excesos, como si el mayor de los excesos, la corrupción, no se hubiese cultivado en el jardín democrático.
Y así, con una descalificación tras otra, se ha ido desmontado cualquier veleidad participativa.
Cada vez son más los que solicitan liderazgo político para solucionar los males enquistados, pero nadie pide Liderazgo Ciudadano, nadie pide que haya ciudadanos autónomos, capaces de parar los pies a dirigentes incapaces o corruptos, a políticas sin contenidos, a quienes, una vez alcanzan el poder, padecen ese mal de altura de creerse dioses que no deben ya explicaciones a nadie, y menos a quienes los eligen, esto es, al pueblo soberano.
Si es cierto lo que afirmaba con crudeza en una de sus columnas Pedro de Silva, que «en política la ley suprema es el poder, o sea, cómo conquistarlo y conservarlo», la democracia siempre será un sistema en precario porque quien busca el poder lo quiere ya y ahora, no se detiene a propiciar la lentitud que supone la participación. La rapidez beneficia siempre a quienes mandan, pues las órdenes se dan para ser obedecidas de inmediato, no para ser cuestionadas. El que quiere dirigir pretende que sus deseos sean órdenes. La lentitud beneficia a la reflexión, a la razón, es decir, nos beneficia a la inmensa mayoría.
Al haber escasa participación, se allana el camino para la instauración de lo que el estudioso norteamericano Sheldon Wolin llama «el totalitarismo invertido». El objetivo de este nuevo totalitarismo, «no es la conquista del poder a través de la movilización de las masas, sino la desmovilización de estas desde el poder hasta devolverlas al estado infantil». Quienes abogan por esta desmovilización «pretenden que el papel de la ciudadanía se vaya difuminando hasta quedar reducido al ejercicio del voto el día de las elecciones». Así se conseguirá «una democracia dirigida, una democracia sin ciudadanos».
La participación no reduce la representación, al contrario, le otorga su auténtica dimensión. Cuanto mayor es la participación menor es la corrupción, mayor es la satisfacción ciudadana y menor el peligro de desembocar en el totalitarismo invertido.
La participación se ha descalificado, a priori, por temor a sus posibles excesos. Sin embargo, con su aplicación en aumento va a ser mucho más lo que ganemos que lo que perdamos. Como decía Tony Judt en Algo va mal: «La participación no sólo aumenta el sentido de responsabilidad por los actos del gobierno, sino que también contribuye a que los líderes se comporten honestamente y constituye una salvaguarda ante los excesos autoritarios».

El rapto de lo público

Paco Abril

(Artículo publicado en la revista Atlántica XXI, nº 17, Noviembre 2011)

¿Por qué nos resulta tan difícil siquiera imaginar otro tipo de sociedad?
¿Qué nos impide concebir una forma distinta de organizarnos que nos beneficie mutuamente?
Tony Judt

Para llegar al punto que no conoces,
debes tomar el camino que no conoces.
San Juan de la Cruz

Las democracias han arbitrado diferentes formas de intervención del pueblo soberano en los asuntos públicos. Sin embargo, los cauces de esa participación son cada vez más restringidos. En la práctica es una participación delegada en los partidos políticos que, desde el momento que tocan poder, comienzan a distanciarse de sus representados a la velocidad de la luz.
El Movimiento del 15-M clamaba, y continúan haciéndolo, para que la gran mayoría de los ciudadanos podamos intervenir en aquello que nos concierne. La ocupación de las plazas por los jóvenes puso de manifiesto que los partidos llevaban demasiados años peleando por acomodarse en el poder, más que interesándose por los problemas de quienes los auparon a él. El mayor logro del 15-M lo resumió El Roto en uno de sus magistrales artículos de una sola frase y una sola imagen:
«Los jóvenes salieron a la calle y todos los partidos envejecieron».
En sus movilizaciones dejaron al descubierto los discursos vacuos de los políticos, su dependencia de los poderes financieros, su lejanía de la ciudadanía. Pero los movilizados no se han dado cuenta de que los partidos, como diría León Felipe, tienen «callo en el alma». Por eso, tras el desconcierto de la sorpresa, los enquistados en la política se unieron contra ese enemigo común surgido de la nada que osaba señalarles sus impudicias.
Podemos imaginar una reunión de urgencia de altos dirigentes de todas las capillas políticas. Podemos imaginar a los más extremistas exigir la intervención drástica de las fuerzas del orden. Podemos imaginar a los reflexivos intentar calmar a los dirigentes más duros proponiendo la eficaz estrategia de engatusar: «Serenidad, señores, utilizar la violencia aumentaría la resistencia. Seamos sensatos, pidamos ayuda a nuestros intelectuales. Ellos les harán apearse de sus utopías. Eso sí, empezarán siempre alabándolos. Ellos les dirán que sus protestas han sido muy oportunas, que nos han dado ejemplo de participación, pero que deben utilizar los cauces establecidos. Con tacto, deberán señalarles que ellos se mueven por un impulso sano, aunque visceral; que son muy acertados sus eslóganes, pero que carecen de un programa consistente; que ofrecen propuestas sugerentes, pero nada sólidas; que es muy bonito su ideal asambleario, pero que lo ideal patina en lo real; que está bien que hablen todos, pero que precisan portavoces que encaucen sus voces; que son perspicaces, pero pueriles; que se han manifestado de manera pacífica, pero han provocado desórdenes; que han demostrado tener conciencia, pero que les falta experiencia. Y concluirán diciéndoles que si de verdad pretenden cambiar las cosas, que se afilien a alguno de los partidos existentes o que creen uno nuevo. Deberán insistirles en que estamos dispuestos a recibirlos con los brazos abiertos».
Y podemos imaginar, por último, a los más honrados de esos dirigentes, que los hay, comentar en voz baja que para recuperar la confianza de los ciudadanos, se requiere una total regeneración política que pasa por la creciente ampliación del campo de lo público.
Y aquí llegamos al meollo de la cuestión, lo público. ¿Qué entendemos por tal? ¿Lo que se ha conseguido con el empeño de todos y para todos? ¿Lo que los políticos dadivosos conceden al pueblo?
A poco que observemos, comprobamos que se suele entender lo público más desde el ámbito pasivo de la aceptación, que desde el territorio activo de la decisión. Nos beneficiamos, por ejemplo, de la sanidad pública, pero no tenemos apenas posibilidades de decidir cómo queremos que sea esa sanidad. Lo mismo pasa con el transporte, la educación o la televisión. Son quienes gobiernan los que canjean nuestros votos por decisiones que materializan en realizaciones que hasta pueden ser muy contrarias a lo que la mayoría ciudadana quiere.
 ¿Se podría medir los grados de implantación de lo público igual que medimos la temperatura? Y si esto fuera posible, ¿qué unidad de medida aplicaríamos? ¿Qué tal si utilizamos como patrón el poder de decisión? Si establecemos que lo público es ese espacio donde, en amplia mayoría, podemos tomar decisiones que nos afectan a todos, aquello que lleve a potenciar esa capacidad incrementará su repercusión. Por el contrario, todo lo que nos aleje de la toma de decisiones, rebajará su influencia. Nuestro termómetro, tendría un punto cero, por encima del cual marcaría los diferentes grados de participación efectiva. Cuanto más descendamos por debajo de ese cero, más cerca estaremos de una dictadura.
De acuerdo con esto, podríamos apresurarnos a deducir que las democracias son favorecedoras de la participación y, por lo tanto, propician las decisiones de los más sobre los menos. Sin embargo, es en las democracias donde ya está surgiendo el intento de rapto de lo público. Algunas, empezando por la norteamericana, están deslizándose hacia el polo negativo, pero no hacia una dictadura clásica, sino hacia lo que el investigador norteamericano Sheldon S. Wolin llama el «totalitarismo invertido».
Al revés que en las antiguas dictaduras, este totalitarismo invertido se consigue «no movilizando a las masas», sino a través de su desmovilización hasta reducirla a un estado infantil. El camino hacia esa democracia sin ciudadanos toma cuerpo cuando se alienta a la gente a preocuparse solo de sus propios intereses, a centrarse en sus problemas individuales, a no meterse en política. ¿Cómo se promueve la despolitización? «Envolviendo a la sociedad en una atmósfera de temor colectivo y de impotencia individual», contesta Wolin. Miedo a un ataque terrorista, miedo a perder el puesto de trabajo, miedo a que nos reduzcan los planes de jubilación. ¡Qué gran arma de sumisión es el miedo! Y se refuerza la colonización de lo público, cuando la publicidad vende, entre toda la amalgama de productos que nos ofrecen, parcelas de felicidad en las que lo importante, lo que cuenta, es lo tuyo, lo privado, lo particular, lo que tú sientes. Nos venden una sentimentalidad programada que reduce lo público a lo personal.
Lo público, el nosotros, desaparece disuelto en el yo, en lo que yo siento, lo que yo pienso, en lo que yo creo, desvaneciéndose así los vínculos que nos unían a los otros. En esta disolución no hay lugar para la acción cooperativa, para la unión con los demás, no se deja ningún resquicio para reivindicar de manera colectiva lo que nos corresponde decidir entre todos.
Sin embargo, frente a los superpoderes, frente al intento de rapto de lo público es posible ir hacia una democracia en la que los ciudadanos puedan ejercer de verdad su poder de decisión. Solo nos falta el pequeño detalle de querer caminar juntos en esa dirección.