viernes, 14 de enero de 2011

La colonización rosa

Hubo un tiempo en el que los colonizadores se imponían a los colonizados sometiéndolos por la fuerza. Todavía persisten esas formas violentas de dominación, todavía existen colonizaciones.

En los países más desarrollados, y con democracias consolidadas, también se sigue intentando conquistar las mentes. Pero en vez de la imposición, los poderes que tratan de subyugar, sean estos políticos, económicos o religiosos, utilizan la seducción. Los sojuzgadores hace ya tiempo que han descubierto que la sutil persuasión es la mejor manera de colonizar, pues reduce la resistencia del sometido de forma más efectiva y duradera que la que se consigue a través de la brutalidad de las armas.

Una de estas nuevas formas de colonización, a la que nadie parece dar importancia, es la que insiste en inculcar a las niñas la creencia de que deben ser personas reducidas al hogar, al cuidado de sus hijos y a la atención de su belleza. Pretenden que las niñas vuelvan a ser lo que eran antes de que las mujeres empezaran a reivindicar su emancipación. Se está intentando perpetrar un retroceso histórico. ¿Cómo se realiza esta inculcación?

De una manera muy sencilla y muy eficaz al mismo tiempo: a través de esos objetos que se destinan al entretenimiento de los más pequeños que llamamos juguetes.

Lo que se había conquistado con un inmenso esfuerzo y sufrimiento, y no solo para las mujeres, sino para toda la humanidad, está experimentando un preocupante desmoronamiento.

Para comprobar esta afirmación, no hay más que contemplar los catálogos de juguetes de los grandes centros comerciales. Mírenlos con atención. Obsérvenlos con detenimiento. Analícenlos con cuidado. Fíjense bien, pues no ofertan juguetes, ofertan concepciones del mundo.

En ellos está muy claro lo que quieren que sean las mujeres. Todo aquello con lo que tientan a las niñas es rosa. Son de ese color las cocinitas, las lavadoras, los patinetes, los teléfonos, las bicicletas, las cámaras de fotos, las cafeteras, los castillos, las aspiradoras, los disfraces y hasta el globo terráqueo. El mundo que prefiguran para ellas esos juguetes es el del hogar y el del cuidado de los bebés como ocupación predominante, y el de la belleza como cualidad relevante. Los “inocentes” juguetes quieren diseñar para el futuro de las niñas una nueva cárcel rosa. El rosa se ha convertido en el color dominante de la nueva dominación.

Una mayoría apabullante de estos juguetes condicionantes les asegura a las niñas que su imagen física va a ser decisiva para triunfar en la vida y que deben, por lo tanto, dedicar una parte importante de su tiempo a cuidar su atractivo. Aparte de condicionar las opciones de las niñas, de reducir su potencial como seres humanos, esta obsesión inculcada por los modelos de belleza, va a tener un enorme coste de insatisfacción y sufrimiento.

Pero hay mucho más que los juguetes: un gran número de editoriales infantiles se han sumado con entusiasmo a la colonización rosa. Lo podemos comprobar recorriendo librerías. Hay una auténtica saturación de libros de ese color pastel en los que predominan los dedicados a las princesas. Centenares de textos se esfuerzan en convencer a las niñas de que es fundamental que cultiven su coquetería como auténticas princesas, que deben esmerarse en la dedicación a su pelo, a su rostro, a sus uñas o a sus modales para ser dignas de un príncipe.

Y no es casualidad que el adoctrinamiento rosa de los juguetes, libros y películas, venga acompañado de un reforzamiento de la teorías que tratan de justificar esta reducción de las mujeres, porque, como afirman sus defensores, “está probado” que las predilecciones de las niñas vienen dictadas por su biología, que están inscritas en sus genes, vamos. Llegan a asegurar que escogen el rosa, por naturaleza; que son más incapaces para las ciencias y las matemáticas, por naturaleza; que son, por naturaleza, cuidadoras de niños y amas de casa y, en fin, que por naturaleza deben de someterse a los designios masculinos. Esto da respaldo a una de las mayores lacras de nuestra sociedad: la violencia contra las mujeres. Y no sólo les da respaldo, sino que en esas concepciones se encuentra la raíz de ese mal.

Un portavoz de la compañía Disney aseguraba sin abochornarse:

“Creemos que para la gran mayoría de las niñas pequeñas poner en práctica la fantasía de ser una princesa es un deseo innato. Les gusta disfrazarse, representar ese papel. Es un deseo genético el que les guste el rosa”.

Poner en duda estas teorías sobre las diferencias innatas entre mujeres y hombres puede resultar peligroso, dada la vehemencia y la agresividad creciente de sus defensores.

En el libro titulado Muñecas vivientes, el regreso del sexismo, Natasha Walter realiza un análisis sereno y razonado –lo que se agradece de veras– sobre la situación de la mujer en la actualidad. En este libro sin desperdicio, escrito en excelente estilo periodístico, su autora detalla las características del nuevo sexismo y revisa, una a una, las teorías científicas que establecen esas diferencias contraponiéndolas a las investigaciones que las refutan. El resultado comparativo de estos estudios es que no hay evidencias concluyentes que avalen esas “probadas” preferencias innatas ni en las niñas ni en los niños. Es un necesario libro contra la ignorancia, contra esos prejuicios y mitos tan difíciles de erradicar.

El futuro rosa que se desea imponer a nuestras niñas, con todo lo que supone, responde a visiones muy pobres y reducidas de lo que deben ser las mujeres y los hombres. Nadie pide que ellas no puedan escoger el rosa, sino que no se convierta en su única opción. Lo que queremos hombres y mujeres que trabajamos por la igualdad es que las niñas puedan elegir, igual que deberían poder hacerlo los niños, entre toda la amplia gama de los colores. Que puedan ser, sin necias limitaciones sexistas, seres humanos autónomos. Es decir, que puedan convertirse, no en lo que el colonialismo rosa quiere que sean, sino en lo que ellas y ellos quieran ser.

La escuela, donde hasta las mesas se aburren


En las más diversas ocasiones, y desde hace treinta años, he preguntado a niños y niñas si les gustaba ir a la escuela. Una cantidad considerable respondió a esta encuesta –sin visos de ser avalada por el Instituto Nacional de Estadística– con un rotundo y resignado no. Y digo resignado porque aunque rechazaran la institución escolar, no les quedaba más remedio que aceptarla, al ser obligatoria. Y siempre explicaban su rotundidad subrayando una y otra vez que algunas clases, o el colegio en general, eran el inmenso territorio del aburrimiento. Este arraigado sentimiento de hastío, aparece de continuo en las conversaciones con los niños respecto a sus centros de enseñanza, pero muy, muy pocas veces se muestra en los estudios sobre el fracaso escolar, o es motivo de reflexión de los expertos en educación que tienen cosas de más enjundia didáctica y pedagógica en las que cavilar.

Uno de los más eminentes psicólogos de nuestro tiempo, Jerome Bruner, afirmaba en una entrevista: “El problema es que los alumnos se aburren. Eso sí que es un gran problema que hay que evitar a toda costa”.

Comenté con un pedagogo este síndrome de inapetencia escolar, este tedio del que hablaban con tanta insistencia los alumnos y me cortó airado, como si yo fuera el culpable de ese malestar: “Los alumnos van a la escuela a aprender no a divertirse”. Me atreví a comentarle al Pedagogo –observen que ya lo escribo con mayúscula para que no se me ofenda más– que, a lo mejor, lo contrario de aburrir no era divertir. Me miró, primero perplejo, después esbozó una sonrisa suficiente y despreciativa. Encajé un tanto azorado esas alusiones no verbales, y respondí con cierta torpeza, extremando la afabilidad:

“Quizá lo que había que conseguir no es que los niños y niñas se diviertan, sino que se interesen, que son cuestiones bien diferentes”.

El Pedagogo ya no escuchó más. Pretextando una urgencia me dejó con la palabra en la boca.

Me gustaría haber podido decirle que la diversión nos aleja, nos distrae, nos lleva a otra parte, mientras que el interés, nos centra, nos da una energía interna que nos impulsa a indagar, a experimentar, a querer saber y a poner todo nuestro esfuerzo en ello.

Viéndolo alejarse, suficiente y altivo, me vino a la memoria una tira de Mafalda. En ella aparece una maestra escribiendo en la pizarra: “Mi mamá me mima, mi mamá me ama, yo amo a mi mamá”. Mafalda se levanta, se dirige decidida a su señorita, le da la mano y le espeta:

“La felicito señorita es usted muy afortunada, pero podría enseñarnos cosas más interesantes.”

En una ocasión, les pedí a niños y niñas de diversos lugares de España que escribieran un deseo con sólo siete palabras. De las centenares de respuestas que recibí, destaco la de una niña andaluza de 6 años que escribió: “Que pase algo guay en el colegio”.

Ese guay significaba para ella que sucediera algo digno de ser tenido en cuenta, digno de ser experimentado en su escuela, porque la pobre, a los seis años, ya se fundía de aburrimiento. “La escuela es ese lugar donde no pasa nada”, aseguró otro niño de 11 años”. ¿A quién puede atraerle un lugar donde nada pasa ni nos pasa? Y si la experiencia es, como dice el filósofo Jorge Larrosa “no lo que pasa, sino lo que nos pasa”, ¿qué experiencia puede adquirir un alumno en un institución escolar?

Parece que la preocupación de escuela es sólo la de inculcar, instruir, transmitir, dejando de lado estimular el gozo de aprender, el gozo de saber, el gozo de descubrir cosas nuevas, el gozo de intercambiar conocimientos con otros.

¿Tienen los alumnos que aburrirse y pasarlo mal en la escuela para extraer provecho de sus enseñanzas? Me cuenta una amiga, y excelente maestra, que la madre de una niña de diez años le comentó: “Ay, mi hija no debe de estar aprendiendo mucho, porque viene muy contenta al colegio”. Lo de sufrir y aburrirse ha calado tan hondo, que tal se diría que el aburrimiento y el sufrimiento son consustanciales con la escuela y con la enseñanza en general.

En Mal de escuela Daniel Pennac, profesor, escritor, ex niño zoquete, de esos a los que demasiados enseñantes considerarían un caso perdido, nos habla de tres profesores que le salvaron de caer en ese abismo sin fondo del fracaso escolar. ¿Qué características extraordinarias tenían? “Los tres estaban poseídos por la pasión comunicativa de su materia”. No eran maestros que pretendieran divertir, querían enseñar. “Acompañaban paso a paso nuestros esfuerzos, se alegraban de nuestros progresos, no se impacientaban por nuestras lentitudes, nunca consideraban nuestros fracasos como una injuria personal y se mostraban con nosotros de una exigencia tanto más rigurosa cuanto estaba basada en la calidad, la constancia y la generosidad de su propio trabajo”.

Cuando hablo de estos temas con personas dedicadas a la enseñanza, suele surgir una pregunta que parece más la expresión de un miedo cerval a la anarquía. La pregunta es: “¿Acaso pretende usted que los niños hagan lo que quieran?”.

Respondo siempre con una frase de gran psicólogo suizo Jean Piaget: “No se trata de que los niños hagan lo que quieran, pero sí de que quieran lo que hagan”. Esa es la cuestión: convertir en interesante lo que se pretende enseñar, para que los alumnos adquieran, insisto, el gozo intelectual de aprender.

Me reí mucho en su día con la Enciclopedia del disparate, en la que se recogían las barbaridades que los estudiantes escribían en sus exámenes, pero esta risa se me heló con el tiempo en la boca. ¿Acaso estas barbaridades no son un reflejo de las deficiencias de todo ese complejo educativo que empieza en la familia, continúa en la escuela y se mezcla con los mensajes de una sociedad que enaltece, a través de sus potentes medios de comunicación, el conformismo, la estupidez, la ignorancia, la pasividad y la ordinariez? Por eso, de nuevo con Penac: “En vez de recoger y publicar las perlas de los zoquetes, que alegran tantas salas de profesores, debería escribirse una antología de los buenos maestros”. Todos tenemos en la memoria ese profesor o profesora inolvidables. Si los aspirantes a instalar en las tiernas mentes el deseo de aprender trataran de mirarse en estos modelos, “tal vez obtuviéramos ciertas luces sobre las cualidades necesarias para la práctica de ese extraño oficio”.

La escuela no puede ser, no debe ser ese lugar en el que hasta las mesas se aburren.