sábado, 3 de diciembre de 2011

Llara, el oso y la luna
















Título: Feliz cumpleaños, Luna
Autor e ilustrador: Frank Asch
Editorial: Corimbo
De 5 a 105 años

Lo que más le gusta a Llara Prieto González, de 5 años, es estar con su madre, pasear y hablar con ella sin prisas y, sobre todo, que le lea cuentos. Le encantan los cuentos. Los vive. Siente que lo que ocurre en la historia contada está pasando de verdad. Y le gusta sentirlo.
El otro día, yendo con su madre, vio en un parque a un oso. El oso estaba mirando la luna y pensando en voz alta. Llara le oyó pensar: «Me gustaría hacerle un regalo de cumpleaños a la luna».
El oso le preguntó a la luna qué quería como regalo, pero se dio cuenta de que estaba demasiado lejos y ella no podía oírle. Así que decidió acercarse. Se fue en barca por un río, atravesó un bosque y caminando, caminando llegó hasta unas montañas muy altas, muy altas. Llara fue detrás de él, casi sin respirar, en silencio, comiendo un bocadillo para tener fuerzas. No quería perderse el encuentro del oso con la luna por nada del mundo.
Y allí en lo alto de la montaña, la niña, escuchó la conversación que mantuvieron.
El oso, muy educado, empezó saludando, y la Luna le contestó a su saludo.
El oso se puso muy contento y le preguntó:
–¿Cuándo es tu cumpleaños?
Ella le respondió lo mismo.
–¿Cuándo es tu cumpleaños?
Las preguntas del oso rebotaban en las montañas, como una pelota que tiras contra una pared y vuelve hacia ti. Ese rebotar de las palabras se llama eco. Pero ni el oso ni Llara sabían lo que era el eco, ni les importaba saberlo. Lo importante es que el oso supo lo que quería la luna para su cumpleaños y la luna supo lo que quería el oso para el suyo.
Qué querían y cómo se dieron sus regalos no lo sabemos, pero parece ser que todo eso se cuenta en el delicioso libro que una feliz tarde le leyó a Llara su madre. Ah, el libro se titula Feliz cumpleaños, Luna.

lunes, 24 de octubre de 2011

Cuatro amigos y medio

lunes, 10 de octubre de 2011

"La Semana Negra alza sus murallas"


Lee mi artículo "La Semana Negra alza sus murallas" en LA NUEVA ESPAÑA digital.
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Correo para el Tigre

Título:
Correo para el tigre
Autor e ilustrador:
Janosch
Editorial:
Kalandraka
De 6 a 106 años

Martín Cortina Recio, de 6 años, se encontraba en un parque cuando vio a un pequeño oso, de esos de cuento, que salía de su casa, también de cuento, en la que vivía con un pequeño tigre, no menos de cuento.
El oso iba a pescar. Martín oyó que el pequeño tigre le decía:
–Siempre que no estás me siento muy solo. ¡Escríbeme una carta desde allí para que me anime, anda!
El niño siguió al pequeño oso. Lo vio pescar, escribir la carta a su amigo el pequeño tigre. Y vio también que el pequeño tigre estaba triste, pues se había sentido muy solo sin su amigo, y además ni siquiera había tenido noticias suyas, porque la carta se la entregó en mano pequeño oso cuando regresó.
Martín pensó:
–Si el pequeño oso no se hubiera ido a pescar, el tigre no habría estado triste, hubiera sido mejor que no hubiese ido.
El pequeño tigre, como era de cuento, oyó el pensamiento de Martín y le dijo:
–Mira, si mi amigo no se hubiera ido a pescar, no habríamos tenido un rico pescado para la cena, ni hubiera recibido la alegría de su carta, porque las cartas de los amigos son alegrías. Tampoco nos habríamos empezado a enviar alegrías uno a otro a partir de aquel día, así que ha merecido la pena que el pequeño oso haya ido a pescar y hasta que yo haya estado un poco triste.
Pocos días después llamaron a la casa de Martín. «Soy el cartero», dijo una voz desde abajo, «traigo correo para Martín». El cartero subió hasta su casa y le dejó un pequeño paquete. Martín lo abrió ilusionado. Era un libro que se titulaba Correo para el tigre. Dentro, en una página en blanco, tenía una dedicatoria escrita con tinta azul. Ponía:
«Querido Martín. Te enviamos dos alegrías: el libro en el que se cuentan nuestras aventuras y esta dedicatoria. Si pequeño oso no hubiera ido a pescar, no te lo habríamos podido mandar. Un beso de tus amigos».
Pequeño Tigre y Pequeño Oso
Texto y fotografía Paco Abril

Paula y el amuleto perdido

Título:
Paula y el amuleto perdido
Autores:
Concha López Narváez y Rafael Salmerón
Ilustrador:
Rafael Salmerón
Editorial: SM
De 9 a 109 años

Aida Cortina Recio, de 9 años, se encontraba de vacaciones con su familia en Fuentelsaz, un pueblo de Soria. Una tarde salió corriendo con un libro en la mano. Su padre le permitía jugar a sus anchas, pero, como es natural, quería saber siempre dónde estaba; por eso trató de detenerla cuando ya se alejaba.
–Aida, ¿adónde vas?
La niña, no se paró y, sin dejar de correr, hablando muy deprisa, dijo algo que no se le entendió.
Voy al bleer libro de termbinarque esbá muybien lodel abuleto.
–Habla más despacio, que no te entiendo nada.
Pero ella ya había desaparecido.
Por la noche, durante la cena, la conversación se centró en lo que a cada uno le gustaría mucho hacer. Ella, ante la sorpresa de todos, afirmó rotunda que le gustaría viajar al pasado y ver cómo era la vida en otras épocas.
Y ahora vayamos al primer día de clase del nuevo curso. La tutora de Aida les pidió a sus alumnos que escribieran un relato contando lo más extraordinario que hubieran vivido durante las vacaciones.
Esta fue la historia de Aida:
«Lo más extraordinario que me ocurrió este verano fue conocer a una niña que se llamaba Paula. Tenía más o menos mi edad y enseguida nos hicimos muy amigas. Un día, me enseñó un lugar secreto al que iba con frecuencia. Estábamos charlando, tumbadas sobre una roca, cuando, de repente, se nos apareció un personaje viejísimo, aunque muy vivaracho. Nos llevamos un susto de muerte. Pero enseguida nos calmamos, ya que tenía una voz que inspiraba confianza.
–Queréis saber quién soy, ¿no es cierto?
Las dos nos habíamos quedado tan perplejas que no sabíamos qué decir. Solo inclinamos la cabeza hacia delante y hacia atrás.
–Soy el Guardián del Tiempo, el encargado de recordar todo lo que ya ha sucedido.
A mí se me escapó decir. «Eso es imposible». Pero el anciano sonrío y dijo:
–Haré retroceder el tiempo para vosotras. Poned atención. Vais a ver cosas que sucedieron en este mismo paraje hace ¡cuatro mil quinientos años!
Y, aunque habrá quien no se lo crea, Paula y yo viajamos hacia atrás en el tiempo, y conocimos a un niño que se llamaba Nan, que vivió en aquella lejano época. Eso, y lo que sucedió después con Nan, fue lo más importante que me pasó este verano».
Al día siguiente, la tutora, que había leído con mucho interés aquella redacción, le comentó a la niña:
–Aida, me ha gustado mucho lo que has escrito, pero yo NO os había pedido que me contarais algo inventado o soñado, sino algo que os hubiera sucedido de verdad.
Aida, esta vez, contestó muy despacio.
–Profe, te oí decir muchas veces que leer es vivir otras vidas. Y yo viví todo eso que cuento leyendo un libro que me impresionó mucho. Se titula Paula y el amuleto perdido.
Texto y fotografía Paco Abril

Marco Polo no fue solo

Título:
Marco Polo no fue solo
Autores:
Pilar Lozano
Alejandro Rodríguez
Ilustrador:
Jordi Vila Delclòs
Editorial:
Bruño
A partir de 10 años

Olaya Cortina Recio, de 9 años, acudía con frecuencia a la biblioteca. Le resultaba fascinante escuchar a la bibliotecaria, pues era una especie de maga que le hacía desear leer cualquier libro que le recomendara.
Un día le preguntó a la niña:
–¿Te gustaría vivir una aventura fabulosa?
Es muy importante señalar que Olaya es muy curiosa. Siempre anda con una pregunta revoloteando en sus labios.
–¿Es una aventura para vivir yo sola o voy a ir con alguien?
–Oh, excelente pregunta. Sí, vas a ir muy bien acompañada. Si te decides, irán contigo un niño y una niña más o menos de tu edad, él se llama Mateo, ella Patrizia. Te escribo aquí sus nombres para que los recuerdes.
–Has puesto Patricia con zeta.
–Sí, es que es una niña italiana, y en Italia se escribe así. Tu peripecia va a comenzar en Venecia, una de las ciudades más bellas del mundo.
–Ah, sí, la ciudad de los canales, ¡qué bien! ¿Y qué ingredientes va a tener esa aventura?
–Sigues formulando muy buenas preguntas. Ya veo que te gusta cocinar, dado que te interesas por los ingredientes. Pues mira, va a tener emociones fuertes. Va a tener largos viajes en barco, a caballo y a pie. Va a tener difíciles enigmas. Va a tener una pizca del Quijote y un poco de El mago de Oz. Va a tener mucho de coraje, de superación, de paciencia, de inteligencia, de bondad y de amistad. Y va a tener mucha intriga.
–Me has convencido, quiero vivir esa odisea, ¿cómo puedo hacerlo?
–Muy fácil y muy difícil al mismo tiempo. Solo tienes que abrir este libro titulado Marco Polo no fue solo, meterte dentro y arriesgarte a partir con esos niños hacia lo desconocido.
Por la noche, cuando sus padres, su hermana y su hermano la buscaron en casa para cenar, no la encontraron.
¿Cómo iban a encontrarla si estaba saliendo de Venecia escondida en la bodega de un barco en el año 1269? Partía con una niña llamada Patrizia, con zeta, con un niño de nombre Mateo y con un tal Marco Polo, un personaje que tiempo después alcanzaría gran fama siendo conocido en el mundo entero por el relato de sus maravillosos viajes.
Texto y fotografía Paco Abril

domingo, 4 de septiembre de 2011

domingo, 14 de agosto de 2011

lunes, 23 de mayo de 2011

El corazón de las piedras

Las aventuras de Motita de polvo


Título: Las aventuras de Motita de Polvo
Autora: Lola Suárez
Ilustrador: Jacobo Muñiz
Editorial: Anaya
A partir de 9 años

Lo que le pasó a Inás Alfonso, de 9 años, es difícil de creer, pero os aseguro que le sucedió de verdad. Todo fue por culpa de su afición a la lectura. Estaba curioseando entre las estanterías de una librería, cuando le llamó la atención un libro. Al cogerlo para hojearlo, vio que tenía en la cubierta una diminuta manchita, casi del tamaño de la cabeza de un alfiler. Hizo ademán de querer limpiarlo con la manga de su camiseta, pero una voz, que no sabía de dónde venía, le hizo parar su mano, de repente, en el aire.
–¡No, por favor, no lo hagas! ¡Te lo ruego, detente!
La niña se quedó quieta, con la mano en lo alto, mirando a todas partes, intentando averiguar a quién pertenecía aquella voz. Pero por más que miró no vio a nadie.
–Estoy aquí, mírame, soy eso que querías quitar con tu mano. No te asombres, me llamo Motita de Polvo, pero puedes llamarme solo Motita.
Inás no se podía creer que aquello, que casi no veía, pudiera hablar. Ella, en los muchos cuentos que conocía, había oído hablar a multitud de animales, a plantas y hasta a ciertos objetos, pero jamás de los jamases encontró ninguna historia en la que hablara una partícula de polvo (le gustaba haber aplicado la palabra partícula, pues la acaba de aprender y significaba, precisamente, parte pequeñísima de materia).
–Eso no puede ser, tú no puedes ser la que hablas. Alguien me está gastando una broma.
–Que no, que soy yo, de verdad. ¿Cómo te llamás?
–Me llamo Inás.
–Hola, Inás. Te lo explico muy rápido. Yo vine aquí para ver cómo había quedado mi libro. Estaba intentando meterme dentro de él justo en el momento en el que tú lo cogiste.
–¿Así que no solo hablas, sino que también has escrito un libro?
–Bueno, yo le conté mis aventuras a mi amiga Lola Suárez, que es una gran escritora, y ella fue la que las pasó a un libro. ¿Tú también quieres meterte dentro de él?
–¿Meterme dentro? No. Yo solo quiero leerlo.
–Es que leer es meterse dentro de las páginas. ¿Quieres entrar y conocer lo que me ocurrió? Desde que salí volando, sacudida de una alfombra, viví la más emocionantes peripecias. La verdad es que parecen todavía más impresionantes cuando las cuenta Lola, y con los dibujos que me ha hecho Jacobo Muñiz, aún destacan más. Mi historia es tan increíble que hasta parece inventada.
–No hay nada más increíble que oír hablar a una partícula de polvo, pero me has convencido, voy a empezar a leer tus aventuras ahora mismo.
Al terminar de leer el libro, Inás le dijo a Motita, la cual había seguido con mucha atención la lectura con su nueva amiga:
–¡Ay, qué pena! ¡Ya se acabó!
–Porque dices qué pena, ¿no te ha gustado?
–Sí, me encantó, pero es tan impresionante lo que te ha ocurrido, y está tan bien contado, que me hubiera gustado que siguiera más y más.

Lucas


Título: Lucas
Autor: Tony Bradman
Ilustrador: Tony Ross
Editorial: Océano Travesía
De 7 a 107 años

A Lucas García Rivera, de 7 años, le pidió su maestra que fuese a la biblioteca escolar y escogiera un libro que le atrajera mucho, lo leyera y luego lo comentara en clase.
El niño buscó y buscó, pero no encontró nada que le llamara la atención. De repente, al mirar en una de las estanterías, se le cayó un libro al suelo. Al recogerlo para colocarlo de nuevo en su sitio, se dio cuenta de que ese era precisamente el libro que andaba buscando. Se titulaba como él se llamaba, esto es, Lucas.
No había duda; un libro que llevaba su nombre tenía que ser su libro.
Empezó a leerlo con gran curiosidad y no le decepcionó. ¿Cómo iba a decepcionarle un cuento que empezaba con la frase «Lucas era diferente a los demás»? Y el texto seguía en el mismo tono prometedor: «Sus maestros decían que era el peor niño de toda la escuela».
Relatos de niños buenos y ejemplares había montones, pero cuentos con niños protagonistas que los demás consideraban que no se comportaban como debían, había muy pocos.
Lucas se metió de lleno en la lectura de Lucas.
Y acompañó a aquel héroe de cuento que no hacía las sumas que mandaban en la escuela, que no pintaba como enseñaban en la escuela y que no hacía los experimentos que realizaban en la escuela, pero que sabía muy bien lo que quería.
Y le fue fácil seguir la peripecia de este niño, porque la historia de Lucas, además de su gran atractivo, estaba ilustrada con tan extraordinarios dibujos que era como si, al verlos, estuviera representándose el cuento delante de sus ojos.
Cuando la maestra le pidió que resumiera el libro. Lucas solo dijo:
«Profesora, este cuento no es para resumirlo, sino para leerlo».

La oveja Carlota


Título: La oveja Carlota
Autora: Anu Stohner
Ilustradora: Henrike Wilson
Editorial: Lóguez
De 8 a 108 años

Gabriela Vega Coto tiene 9 años. Es una niña inteligente, estudiosa, buena y alegre.
Pero a veces se escapa. Sí, a veces se escapa. Toma un libro, lo abre y ¡zas!, se va por sus páginas sin avisar a nadie. Y cuando eso ocurre, no hay quien la encuentre.
Un día que tardó más de la cuenta en salir del cole, su padre, que siempre va a buscarla a la salida, se preocupó, como es natural. Y cuando por fin apareció, con toda gran paciencia le preguntó:
–¿Dónde has estado, Gabriela, que tardaste tanto en salir?
–¿Tardé? Oh, perdón, no me di cuenta. Es que estaba con Carlota.
–¿Es una amiga de clase?
–¿De clase?. No. La conocí en la biblioteca.
–Ya, una niña que conociste cuando fuiste a sacar un libro.
–Bueno, no era una niña.
–Ah, no, ¿entonces quién era la tal Carlota?
–Era una oveja muy, muy especial, la oveja Carlota.
–Vaya, vaya, así que es un personaje de cuento.
–¿De cuento? A mí me pareció muy de verdad, porque me estuvo contando muchas cosas que le habían pasado a ella.
–¿Y qué te contó?
–Que era una oveja que no hacía lo que todas las del rebaño.
–¿Y qué cosas hacía tu amiga?
–Pues era capaz de subirse a lo alto de un árbol, de ir a donde nadie se atrevía, de hacer lo que ninguna oveja hacía…
–Y las otras ovejas, ¿qué le decían?
–Le decían: «¡Ay,ay,ay!» y «¡Uy,uy, uy!» Y también: «¡Ya verás como va a acabar!»
–¿Y cómo acabó?
–No lo sé. Llevo en la mochila el libro que ella me dio, y en el que se cuentan sus aventuras. Estoy deseando llegar a casa para leerlo.
–Y luego me lo cuentas, ¿de acuerdo?
–De acuerdo, papi.

lunes, 14 de marzo de 2011

Biblioburro

Título: Biblioburro
Autora e ilustradora: Jeanette Winter
Editorial: Juventud
De 7 a 107 años





Diego Villaverde tiene 7 años y una importante experiencia que contar. Lo que le pasó parece un cuento, pero fue verdad. Diego entró en la biblioteca del colegio, abrió un libro y, lo creáis o no, se encontró, de repente, en un lugar extraño. ¿A dónde había ido a parar? Estaba solo, en un monte o en una selva con árboles y plantas desconocidos.
No tuvo tiempo de empezar a preocuparse. Vio un hombre con dos burros, en uno venía montado él, en el otro traía unas alforjas cargadas de libros.
–Hola, Diego, ¿me esperabas?
–¡Sabes mi nombre y yo no sé ni dónde estoy ni quién eres tú!
–Estás en el norte de Colombia, en un lugar al que solo se puede ir de un lado a otro en burro. Yo me llamo Luis, soy maestro y llevo libros a niños y niñas de aldeas muy alejadas.
–¿No tienen libros en sus pueblos?
–No. Los primeros libros que vieron muchos de estos niños y niñas fueron los que les llevé yo con mis burros.
–¿Y les gusta leer a esos niños?
–Reciben los libros con la mayor ilusión. Es como si les dieran el mejor regalo del mundo.
–Yo conozco a muchos niños a los que no les gusta leer.
–Porque nadie les ayudo a descubrir las maravillas que encierran sus páginas. No saben que cuando abres un libro puede ocurrir cualquier cosa. Tú, ¿lo sabes?
–Me parece que lo empiezo a saber. Oye, Luis, me encantan tus burros, ¿cómo se llaman?
–Se llaman Alfa y Beto. ¿Te suenan esos nombres?
–Sí, pero no sé de qué, Alfa y Beto. ¡Anda, ya caigo! Si dices los dos nombres seguidos es ¡ALFABETO! ¿Se llaman así porque llevan las letras de los libros a los niños?
–¡Oh!,genial. Mereces un regalo. Te daré lo que tanto les gusta a los niños de las montañas.
–¿Un libro?
–Sí, este libro. Por él sabrás la historia real de cómo dos burros llevan la ilusión a niños y niñas que viven en remotos pueblos de Colombia.
Diego le dio las gracias, tomó el libro, leyó el título, Biblioburro, y se fue con aquel maestro a compartir las ilusiones de aquellos niños y niñas de un lejano país que no conocía. Esa fue su gran experiencia.

Ferdinando el toro

Título: Ferdinando el toro
Autor: Munro Leaf
Escrito a mano e ilustrado por Werner Klemke
Editorial: Lóguez
De 5 a 105 años





Aunque no lo había visto nunca, Nuria Tuero, de 8 años, reconoció enseguida a un torito joven que se encontraba sentado en una pradera llena de flores amarillas y rojas, y se dirigió a él sin dudarlo.
–Hola, tú eres Ferdinando, ¿no?
–Oh, sí, ¿nos conocemos de algo?
–No. Bueno, sí. Te explico. No te conocía en persona. Me había hablado de ti mi madre, porque vio una película tuya hace mucho tiempo. Así que en cuanto te encontré en esa pradera, sentado, contemplando las flores, pensé «este debe de ser el famoso Ferdinando el toro». Te veo muy, muy joven, pareces un ternerillo. ¿Cómo consigues conservarte así?
–Muchas gracias. Esa es la ventaja que tiene ser un personaje de cuento. Nosotros no cambiamos nunca.
–Oye, Ferdinando, mientras tú estás aquí sentado, contemplando las flores, veo que los demás toros están corriendo, embistiéndose unos a otros y dándose topetazos, ¿no te gustaría ser como ellos y acabar siendo toreado en una plaza ante miles de personas?
–Pues no, no me gustaría. Eso también me lo suele preguntar mi madre. Ella es una vaca muy comprensiva y sabe que no me gustan las peleas. Para mí no hay mayor disfrute que vivir en la paz del campo.
–¿Y no te sientes solo?
–También mi madre teme que me sienta aislado. No, no me siento ni solo, ni abandonado ni aislado. Me encuentro de maravilla.
–O sea, que quieres vivir tu vida.
–Sí, eso es lo que quiero. Vivir la vida que yo escoja, no la que otros escojan para mí.
–Eso es lo que deseamos todos, ¿no?
–Ojalá fuera verdad lo que dices, sin embargo, a muchísimas personas les dicen cómo tienen que vivir, cómo tienen que pensar, cómo tienen que divertirse y hasta qué tienen que comer. Lo curioso es que, cuando les preguntas, te dicen que todo eso que les han impuesto lo han elegido ellas.
–Sabes, me da mucho que pensar lo que me acabas de decir.
–¿Sí? Yo también rumio pensamientos aquí, debajo de los árboles.
–Aunque ahora lo que más me apetece es conocer tu extraordinaria historia.
–Pues nada, abre el libro, ven conmigo, que vas a ver lo que me pasó sin yo quererlo.

Johanna en el tren

Título: Johanna en el tren
Autora e ilustradora: Kathrin Schärer
Editorial: Océano
De 6 a 106 años



Vanesa, de 6 años, le contó a su madre cuando llegó a casa del colegio:
–Mami, hoy en el cole fui en tren.
–¿Cómo es eso de que fuiste en tren? Si tu profesora no me avisó. ¿En qué tren?
–En un tren de libro, mamá.
–Qué me estás contando, hija, explícate que no entiendo nada de lo que me dices.
–Pues mira, resulta que la seño nos llevó a la biblioteca y nos pidió que eligiésemos un libro y viajásemos en él.
–¿Y cómo se viaja en un libro?
–Es muy fácil. Tú escoges un libro que te apetezca, abres sus páginas, empiezas a leer y ya estás viajando en él. ¿Lo entiendes?
–Oh, sí, sí, claro que lo entiendo. Pero dijiste que habías viajado en tren.
–Sí, porque el libro que yo escogí se titulaba Johanna en el tren.
–¿Quién es esa Johanna?
–Es una cerdita muy simpática que la dibujante del libro colocó en un tren. Y la cerdita empieza a hablar con ella pidiéndole que le dibuje cosas.
–Espera, espera que otra vez me estás confundiendo. Explícate mejor. ¿Estás diciéndome que la cerdita habla con la dibujante que la inventó?
–Sí, mamá, eso estoy diciendo. A mí, al principio, también me parecía raro, pero enseguida me di cuenta, como dice mi seño, de que en los cuentos todo es posible. La conversación entre la cerdita y la dibujante es genial. Me hizo mucha gracia cuando la cerdita le dijo: “Señora dibujante, los personajes que inventas son más listos que tú”. Mira, mamá, aquí tengo el cuento. Lo he sacado de la biblioteca. ¿Quieres leérmelo tú esta noche, por favor?
–Por supuesto, hija, yo también estoy deseando viajar en tren con esa cerdita. Y, de paso, a ver si consigo que la dibujante me arregle algunas cosillas.
Texto y fotografía: P. A.

lunes, 21 de febrero de 2011

Las crónicas de Narnia


Título: La crónicas de Narnia
Autor: C. S. Lewis
Ilustradora: Pauline Baynes
Editorial: Destino
De 8 a 108 años



Alfredo caminaba distraído delante de sus padres. Ellos hablaban de a dónde irían de vacaciones. Al pasar delante del escaparate de una agencia de viajes, le llamó la atención un enorme cartel. Lo leyó sin acabar de creerse lo que ponía.
«SI ERES CAPAZ DE LEER ESTE MENSAJE PUEDES VIAJAR A NARNIA. SERÁN LAS VACACIONES MÁS FABULOSAS DE TU VIDA. INFÓRMATE AQUí».
«¿Dónde estará Narnia?», pensó, «¿Y qué querrá decir eso de si eres capaz de leer este anuncio?»
Sus padres se acababan de parar a charlar con unos amigos.
–¿Qué tal, muchacho? ¿Qué miras tan atento? –le preguntó uno de ellos.
–Estaba mirando eso –dijo señalando el enorme cartel.
–Ah, estás viendo la fotografía de la noria de Singapur, la mayor del mundo.
Se fijó bien. Donde el amigo de sus padres veía la noria, él sólo veía el cartel de Narnia.
–Voy a entrar a ver una cosa en esta agencia, les dijo a sus padres.
Ellos asintieron, pues confiaban plenamente en él.
Lo recibió un hombre mayor, de aspecto bondadoso.
–Pasa, pasa. Por fin alguien ha descifrado el mensaje. Empezaba a sospechar que ya nadie sabía leer.
Aquel hombre infundía serenidad y respeto.
–¿Quieres viajar a Narnia?
Alfredo se atrevió a preguntar con cierta timidez.
–¿Dónde está ese país o lo que sea?
–Narnia está allá, al otro lado –respondió el hombre señalando hacia un lugar indefinido.
–¿Y cómo se va a Narnia? –preguntó Alfredo.
–Oh, eso es muy fácil para aquellos a los que les gusta leer como a ti. ¿Te apetece ir ahora mismo? Puedes ir y volver cuando quieras.
–Es que mis padres están afuera, esperándome.
–Lo sé, lo sé, no te preocupes, aunque te parezca extraño, el encuentro con esos amigos lo he preparado yo. Van a estar hablando un buen rato. Aquí tienes la única manera de entrar en Narnia –dijo mostrándole un gran libro.
–¡Pero si sólo es un libro! –exclamó Alfredo.
–¿Sólo un libro? No, no. Es mucho más que eso. Es la Puerta de Narnia, la única por la que podrás entrar al mundo del otro lado. Ábrela y compruébalo.
Ay, si pudiera extenderme más os diría, lectores y lectoras, que aquella tarde Alfredo entró en Narnia a través del libro. Y allí empezó a vivir las más extraordinarias aventuras que podáis imaginaros.
Quien entra por esa puerta quiere volver una y otra vez. Si no lo crees, abre sus páginas y descubrirás la magia insondable de la lectura.

Semana Negra, la génesis


Estoy de acuerdo con la afirmación que Manuel de Cimadevilla hace en LA NUEVA ESPAÑA del 11 de julio. Dice: “Es necesario recordar el origen de la “Semana Negra” para dejar a cada cual en su sitio”. Luego narra con pelos y señales una cena en la que supuestamente se crea la “Semana Negra” por insistencia de Silverio Cañada.

El citado articulista convendrá conmigo en que la historia hay que contarla en toda su dimensión esforzándose en alejarla de cualquier mitificación. Falta en su artículo una parte importante y decisiva de la gestación de esa película negra, y no porque él pretenda ocultar la verdad, sino porque creo que no posee las claves para completarla. Si las hubiera tenido no dudo que las habría incorporado a su artículo.

Rebobinemos la película. Vayamos a la génesis de la Semana Negra. Yo puedo contarla porque formé parte del parto y del reparto.

En un principio lo que se pretendía organizar era el IV Encuentro de la Asociación de Escritores Policíacos, de la que Paco Ignacio Taibo II ejercía como vicepresidente. Los anteriores encuentros, sin montajes a su alrededor, se habían celebrado en La Habana, México y Crimea.

Tini Areces, entonces alcalde de la ciudad, ofreció Gijón para acoger a los autores del género negro, antes de que se materializase la propuesta, de gran peso, de llevar esta reunión a Barcelona, apoyada entre otros, por Manuel Vázquez Montalbán.

El Musel, como escenario idóneo de este evento, fue una idea de Juan Cueto y Chus Quirós. Cueto lo relata en “Callejón sin salida”, un brillante artículo sin desperdicio, publicado en el hoy casi inencontrable número cero del periódico A quemarropa. Después de hablar del cambio de rumbo de la novela criminal iniciado por Chandler, Cueto argumenta:

“Resulta que (Chus Quirós y yo) teníamos un impresionante escenario para el género, de escala faraónica, es decir hollywoodiana, pero nos faltaba el resto del género... Cada vez que atravesábamos la frontera del puerto de El Musel…repetíamos lo mismo: aquí hay que hacer algo. Era un escenario en busca de autores. Los fantásticos platós de El Musel exigían la película correspondiente. Y la película en buena lógica escenográfica, en puro rigor hard, sólo podía ser una negra”.

Más adelante cuenta: “Una lluviosa tarde de agosto nos encontramos con dos amigos que arrastraban el problema contrario. Porque Paco Ignacio Taibo II y Silverio Cañada senior no tenían justamente lo que nosotros nos sobraba. Tenían personajes y guión, un excelente puñado de novelistas criminales y el encuentro de escritores del género, pero no sabían dónde meterlos”.

Juan Cueto no sólo encontró “el lugar” por excelencia, sino que elaboró una teoría para fundamentarlo.

Una vez decidido que la reunión de escritores criminales se realizaría en El Musel, quedaba lo más importante: llenar ese apabullante escenario.

A finales del verano de 1987, el entonces director de la Fundación de Cultura Jorge Fernández León, me anuncia que va a realizarse un encuentro de escritores y que, como Coordinador de Bibliotecas, tengo que formar parte del Comité Ejecutivo. La verdad es que traté por todos los medios de eludir el encargo. Estaba metido en otros proyectos y éste suponía una dedicación casi plena. De nada valieron mis excusas.

La organización de aquello, que todavía no tenía nombre definitivo, se asentó en el otoñó del 87 al constituirse un Comité Organizativo con representantes de las más diversas instituciones, presidido por Juan Cueto, y un Comité Ejecutivo formado por Humberto Fernández, Avelino Miravalles, Paco Ignacio Taibo II (que se encontraba en México), Manolo Cuervo (que se retiró a las pocas semanas) y yo.

Nuestra misión era dar salida al enorme callejón sin salida de El Musel. Recuerdo que al ir a ver el puerto desde La Campa Torres, aquel espacio se me antojo imposible de convertir en el gran plató que pretendía Juan Cueto, sobre todo si teníamos en cuenta que el presupuesto destinado a este evento no era precisamente como los de Holliwood.

Al principio apenas sabíamos cuáles iban a ser nuestras funciones como Comité Ejecutivo. Pero poco a poco nos dimos cuenta, un tanto alarmados, que lo que se nos pedía era, nada más y nada menos, que organizar la Semana Negra en su totalidad y, además, dotarla de contenidos. Éramos sólo tres personas para poner a rodar aquella película criminal, dado que Taibo II se hallaba en México y no vendría hasta la primavera.

Así que nos olvidamos de lo imposible de la tarea y nos pusimos manos a la obra. El primer día de trabajo me aferré a mi proverbio de cabecera: “como no sabían que era imposible lo hicieron.

Aunque todos estábamos informados de todo, nos distribuimos los cometidos para ser más operativos. Si no recuerdo mal, a Humberto le tocó organizar un ciclo de cine negro, coloquios en un ring de boxeo, gestionar los chiringuitos, las actuaciones musicales, entre ellas la de Gabinete Caligari, y las exposiciones. Avelino asumió el marrón de gestionar los viajes de todos los escritores (vendrían de todas las partes del mundo, desde Estados Unidos hasta Japón, siguiendo el listado enviado por Taibo desde México) y de gestionar las atracciones, aparte de otras muchas cuestiones administrativas, y de organizar el Tren Negro, que traería a todos los escritores desde Madrid.

A mí me correspondió la vistosa y comprometidísima tarea de elaborar los contenidos. Contenidos, eso sí, que tenían que someterse a la consideración de mis compañeros. Y cada propuesta fue pesada y sopesada en la balanza de un trabajo en equipo riguroso y eficaz. No hubo problema ninguno en decidir organizar una Feria del Libro Criminal, pues resultaba casi lo único que figuraba en el guión previo. Pero sí me costó que se aceptara la propuesta de elaborar un periódico propio y que, para colmo, se titulara A quemarropa. Nadie veía su necesidad. Tampoco que se trajera un circo que por la tarde ofreciera un espectáculo para todos los públicos, y, por la noche, se convirtiera en la gran sala en la que podrían actuar orquestas como la “Pasadena Roof Orchestra”, que también había propuesto. Resultó arduo, así mismo convencerlos para que en ese escenario se representaran cada día acciones teatrales que dirigiría Jaroslaw Bielsski con guiones de Maxi Rodríguez, coordinados por el Instituto del Teatro. O que el periódico fuera voceado por la calle al más puro estilo de la época dorada del cine negro.

Costó, pero se consiguió. Y se llevó a cabo.

En esta rápida mirada atrás, no puedo olvidarme del equipo de diseñadoras, Blu, creadoras de la imagen de la Semana Negra que todavía se mantiene, o el equipo de decoradores que dirigidos por Chus Quirós trataron de convertir El Musel en Chinatatown. Las grandes letras blancas que todavía anuncian este evento son de esa época.

A principios del año 88 nos tocó a Avelino y a mí ir a presentar la Semana Negra a Madrid. Llevábamos la primera mascota, que habían confeccionado en La Coruña el grupo llamado “Barriga Verde”.

No puedo dejar de abordar, en esta apretada síntesis, un asunto al que todavía no he encontrado una explicación satisfactoria: los virulentos y desmesurados ataques que se desataron contra la 1ª Semana Negra nada más anunciarse su celebración. Hubo críticas constantes desde la prensa local, sobre todo. Ahí están las hemerotecas para comprobarlo. La izquierda más radical también se nos tiró a la yugular. Hasta se imprimieron pasquines con nuestras fotos en los que venían a decir que nos estábamos forrando a costa de los ciudadanos o que despilfarrábamos el dinero público. Yo recibí llamadas anónimas insultantes a la tantas de la mañana y hasta fui abordado en el inolvidable café San Miguel acusándome de beneficiarme de todavía no sé qué. Fuimos difamados, acusados y condenados sin jamás tener oportunidad de ser escuchados. Fue un acoso brutal que casi acaba en derribo.

Tampoco conseguí que ningún periodista, y fueron por lo menos cuatro a los que se lo propuse, quisiera dirigir el periódico A Quemarropa. Así que decidimos que yo dirigiera el periódico, para lo que conté con la inestimable ayuda, entre otros, de Carlos González Espina.

Lo que no consigo explicarme es el silencio, o la complacencia posterior de los detractores, cuando cesó aquel comité ejecutivo que hizo posible la Primera Semana y empezó a dirigirla Taibo en solitario. ¿Dónde emigraron los difamadores? ¿A dónde se fueron sus voces airadas? ¿Quién les comió la lengua a aquellos valientes y desaforados denigradores?

Pero volvamos un poco atrás, cuando Paco Ignacio Taibo II llega a Gijón, uno o dos meses mes antes de comenzar la 1ª Semana Negra. Lo veíamos ir de asombro en asombro, alabando alborozado y sorprendido todo lo que se había conseguido preparar durante casi un año.

Porque esa es la verdad de la Semana Negra: todo estaba ya en marcha, todo se encontraba organizado, todo estaba preparado cuando Taibo II llegó a Gijón.

La siguientes semanas negras sólo fueron una continuación de aquella primera que no hizo Taibo II, aunque hay quien piensa que en vez de una continuación fue una tergiversación, pero esa sí que es otra historia.

viernes, 14 de enero de 2011

La colonización rosa

Hubo un tiempo en el que los colonizadores se imponían a los colonizados sometiéndolos por la fuerza. Todavía persisten esas formas violentas de dominación, todavía existen colonizaciones.

En los países más desarrollados, y con democracias consolidadas, también se sigue intentando conquistar las mentes. Pero en vez de la imposición, los poderes que tratan de subyugar, sean estos políticos, económicos o religiosos, utilizan la seducción. Los sojuzgadores hace ya tiempo que han descubierto que la sutil persuasión es la mejor manera de colonizar, pues reduce la resistencia del sometido de forma más efectiva y duradera que la que se consigue a través de la brutalidad de las armas.

Una de estas nuevas formas de colonización, a la que nadie parece dar importancia, es la que insiste en inculcar a las niñas la creencia de que deben ser personas reducidas al hogar, al cuidado de sus hijos y a la atención de su belleza. Pretenden que las niñas vuelvan a ser lo que eran antes de que las mujeres empezaran a reivindicar su emancipación. Se está intentando perpetrar un retroceso histórico. ¿Cómo se realiza esta inculcación?

De una manera muy sencilla y muy eficaz al mismo tiempo: a través de esos objetos que se destinan al entretenimiento de los más pequeños que llamamos juguetes.

Lo que se había conquistado con un inmenso esfuerzo y sufrimiento, y no solo para las mujeres, sino para toda la humanidad, está experimentando un preocupante desmoronamiento.

Para comprobar esta afirmación, no hay más que contemplar los catálogos de juguetes de los grandes centros comerciales. Mírenlos con atención. Obsérvenlos con detenimiento. Analícenlos con cuidado. Fíjense bien, pues no ofertan juguetes, ofertan concepciones del mundo.

En ellos está muy claro lo que quieren que sean las mujeres. Todo aquello con lo que tientan a las niñas es rosa. Son de ese color las cocinitas, las lavadoras, los patinetes, los teléfonos, las bicicletas, las cámaras de fotos, las cafeteras, los castillos, las aspiradoras, los disfraces y hasta el globo terráqueo. El mundo que prefiguran para ellas esos juguetes es el del hogar y el del cuidado de los bebés como ocupación predominante, y el de la belleza como cualidad relevante. Los “inocentes” juguetes quieren diseñar para el futuro de las niñas una nueva cárcel rosa. El rosa se ha convertido en el color dominante de la nueva dominación.

Una mayoría apabullante de estos juguetes condicionantes les asegura a las niñas que su imagen física va a ser decisiva para triunfar en la vida y que deben, por lo tanto, dedicar una parte importante de su tiempo a cuidar su atractivo. Aparte de condicionar las opciones de las niñas, de reducir su potencial como seres humanos, esta obsesión inculcada por los modelos de belleza, va a tener un enorme coste de insatisfacción y sufrimiento.

Pero hay mucho más que los juguetes: un gran número de editoriales infantiles se han sumado con entusiasmo a la colonización rosa. Lo podemos comprobar recorriendo librerías. Hay una auténtica saturación de libros de ese color pastel en los que predominan los dedicados a las princesas. Centenares de textos se esfuerzan en convencer a las niñas de que es fundamental que cultiven su coquetería como auténticas princesas, que deben esmerarse en la dedicación a su pelo, a su rostro, a sus uñas o a sus modales para ser dignas de un príncipe.

Y no es casualidad que el adoctrinamiento rosa de los juguetes, libros y películas, venga acompañado de un reforzamiento de la teorías que tratan de justificar esta reducción de las mujeres, porque, como afirman sus defensores, “está probado” que las predilecciones de las niñas vienen dictadas por su biología, que están inscritas en sus genes, vamos. Llegan a asegurar que escogen el rosa, por naturaleza; que son más incapaces para las ciencias y las matemáticas, por naturaleza; que son, por naturaleza, cuidadoras de niños y amas de casa y, en fin, que por naturaleza deben de someterse a los designios masculinos. Esto da respaldo a una de las mayores lacras de nuestra sociedad: la violencia contra las mujeres. Y no sólo les da respaldo, sino que en esas concepciones se encuentra la raíz de ese mal.

Un portavoz de la compañía Disney aseguraba sin abochornarse:

“Creemos que para la gran mayoría de las niñas pequeñas poner en práctica la fantasía de ser una princesa es un deseo innato. Les gusta disfrazarse, representar ese papel. Es un deseo genético el que les guste el rosa”.

Poner en duda estas teorías sobre las diferencias innatas entre mujeres y hombres puede resultar peligroso, dada la vehemencia y la agresividad creciente de sus defensores.

En el libro titulado Muñecas vivientes, el regreso del sexismo, Natasha Walter realiza un análisis sereno y razonado –lo que se agradece de veras– sobre la situación de la mujer en la actualidad. En este libro sin desperdicio, escrito en excelente estilo periodístico, su autora detalla las características del nuevo sexismo y revisa, una a una, las teorías científicas que establecen esas diferencias contraponiéndolas a las investigaciones que las refutan. El resultado comparativo de estos estudios es que no hay evidencias concluyentes que avalen esas “probadas” preferencias innatas ni en las niñas ni en los niños. Es un necesario libro contra la ignorancia, contra esos prejuicios y mitos tan difíciles de erradicar.

El futuro rosa que se desea imponer a nuestras niñas, con todo lo que supone, responde a visiones muy pobres y reducidas de lo que deben ser las mujeres y los hombres. Nadie pide que ellas no puedan escoger el rosa, sino que no se convierta en su única opción. Lo que queremos hombres y mujeres que trabajamos por la igualdad es que las niñas puedan elegir, igual que deberían poder hacerlo los niños, entre toda la amplia gama de los colores. Que puedan ser, sin necias limitaciones sexistas, seres humanos autónomos. Es decir, que puedan convertirse, no en lo que el colonialismo rosa quiere que sean, sino en lo que ellas y ellos quieran ser.

La escuela, donde hasta las mesas se aburren


En las más diversas ocasiones, y desde hace treinta años, he preguntado a niños y niñas si les gustaba ir a la escuela. Una cantidad considerable respondió a esta encuesta –sin visos de ser avalada por el Instituto Nacional de Estadística– con un rotundo y resignado no. Y digo resignado porque aunque rechazaran la institución escolar, no les quedaba más remedio que aceptarla, al ser obligatoria. Y siempre explicaban su rotundidad subrayando una y otra vez que algunas clases, o el colegio en general, eran el inmenso territorio del aburrimiento. Este arraigado sentimiento de hastío, aparece de continuo en las conversaciones con los niños respecto a sus centros de enseñanza, pero muy, muy pocas veces se muestra en los estudios sobre el fracaso escolar, o es motivo de reflexión de los expertos en educación que tienen cosas de más enjundia didáctica y pedagógica en las que cavilar.

Uno de los más eminentes psicólogos de nuestro tiempo, Jerome Bruner, afirmaba en una entrevista: “El problema es que los alumnos se aburren. Eso sí que es un gran problema que hay que evitar a toda costa”.

Comenté con un pedagogo este síndrome de inapetencia escolar, este tedio del que hablaban con tanta insistencia los alumnos y me cortó airado, como si yo fuera el culpable de ese malestar: “Los alumnos van a la escuela a aprender no a divertirse”. Me atreví a comentarle al Pedagogo –observen que ya lo escribo con mayúscula para que no se me ofenda más– que, a lo mejor, lo contrario de aburrir no era divertir. Me miró, primero perplejo, después esbozó una sonrisa suficiente y despreciativa. Encajé un tanto azorado esas alusiones no verbales, y respondí con cierta torpeza, extremando la afabilidad:

“Quizá lo que había que conseguir no es que los niños y niñas se diviertan, sino que se interesen, que son cuestiones bien diferentes”.

El Pedagogo ya no escuchó más. Pretextando una urgencia me dejó con la palabra en la boca.

Me gustaría haber podido decirle que la diversión nos aleja, nos distrae, nos lleva a otra parte, mientras que el interés, nos centra, nos da una energía interna que nos impulsa a indagar, a experimentar, a querer saber y a poner todo nuestro esfuerzo en ello.

Viéndolo alejarse, suficiente y altivo, me vino a la memoria una tira de Mafalda. En ella aparece una maestra escribiendo en la pizarra: “Mi mamá me mima, mi mamá me ama, yo amo a mi mamá”. Mafalda se levanta, se dirige decidida a su señorita, le da la mano y le espeta:

“La felicito señorita es usted muy afortunada, pero podría enseñarnos cosas más interesantes.”

En una ocasión, les pedí a niños y niñas de diversos lugares de España que escribieran un deseo con sólo siete palabras. De las centenares de respuestas que recibí, destaco la de una niña andaluza de 6 años que escribió: “Que pase algo guay en el colegio”.

Ese guay significaba para ella que sucediera algo digno de ser tenido en cuenta, digno de ser experimentado en su escuela, porque la pobre, a los seis años, ya se fundía de aburrimiento. “La escuela es ese lugar donde no pasa nada”, aseguró otro niño de 11 años”. ¿A quién puede atraerle un lugar donde nada pasa ni nos pasa? Y si la experiencia es, como dice el filósofo Jorge Larrosa “no lo que pasa, sino lo que nos pasa”, ¿qué experiencia puede adquirir un alumno en un institución escolar?

Parece que la preocupación de escuela es sólo la de inculcar, instruir, transmitir, dejando de lado estimular el gozo de aprender, el gozo de saber, el gozo de descubrir cosas nuevas, el gozo de intercambiar conocimientos con otros.

¿Tienen los alumnos que aburrirse y pasarlo mal en la escuela para extraer provecho de sus enseñanzas? Me cuenta una amiga, y excelente maestra, que la madre de una niña de diez años le comentó: “Ay, mi hija no debe de estar aprendiendo mucho, porque viene muy contenta al colegio”. Lo de sufrir y aburrirse ha calado tan hondo, que tal se diría que el aburrimiento y el sufrimiento son consustanciales con la escuela y con la enseñanza en general.

En Mal de escuela Daniel Pennac, profesor, escritor, ex niño zoquete, de esos a los que demasiados enseñantes considerarían un caso perdido, nos habla de tres profesores que le salvaron de caer en ese abismo sin fondo del fracaso escolar. ¿Qué características extraordinarias tenían? “Los tres estaban poseídos por la pasión comunicativa de su materia”. No eran maestros que pretendieran divertir, querían enseñar. “Acompañaban paso a paso nuestros esfuerzos, se alegraban de nuestros progresos, no se impacientaban por nuestras lentitudes, nunca consideraban nuestros fracasos como una injuria personal y se mostraban con nosotros de una exigencia tanto más rigurosa cuanto estaba basada en la calidad, la constancia y la generosidad de su propio trabajo”.

Cuando hablo de estos temas con personas dedicadas a la enseñanza, suele surgir una pregunta que parece más la expresión de un miedo cerval a la anarquía. La pregunta es: “¿Acaso pretende usted que los niños hagan lo que quieran?”.

Respondo siempre con una frase de gran psicólogo suizo Jean Piaget: “No se trata de que los niños hagan lo que quieran, pero sí de que quieran lo que hagan”. Esa es la cuestión: convertir en interesante lo que se pretende enseñar, para que los alumnos adquieran, insisto, el gozo intelectual de aprender.

Me reí mucho en su día con la Enciclopedia del disparate, en la que se recogían las barbaridades que los estudiantes escribían en sus exámenes, pero esta risa se me heló con el tiempo en la boca. ¿Acaso estas barbaridades no son un reflejo de las deficiencias de todo ese complejo educativo que empieza en la familia, continúa en la escuela y se mezcla con los mensajes de una sociedad que enaltece, a través de sus potentes medios de comunicación, el conformismo, la estupidez, la ignorancia, la pasividad y la ordinariez? Por eso, de nuevo con Penac: “En vez de recoger y publicar las perlas de los zoquetes, que alegran tantas salas de profesores, debería escribirse una antología de los buenos maestros”. Todos tenemos en la memoria ese profesor o profesora inolvidables. Si los aspirantes a instalar en las tiernas mentes el deseo de aprender trataran de mirarse en estos modelos, “tal vez obtuviéramos ciertas luces sobre las cualidades necesarias para la práctica de ese extraño oficio”.

La escuela no puede ser, no debe ser ese lugar en el que hasta las mesas se aburren.